La cerca de los demonios

Tierna la ternura de tus calles,

De tus arboledas

De tus pasos simples

La dulce copla y el tiempo inervado de la luz

Que tiembla en la mañana difusa

La niebla de arroz contemporáneo

De sexo sometido

Como un batifondo de silencio

En la siniestra ternura del diamante.

    
 


 


 


 


 


 


 


 

Como hacer con las palabras cuando meten miedo

Cuando vienen como hordas a puñaladas

Como hacer con los ventisqueros

Cuando sedientos de palabras

En ruinas maravillosas dejan ver lo siniestro

Murallas de palabras como sombras

Canciones de piedra como el animal sacrificado.

El tiempo de ver todo crecer

Las raíces de las palabras temidas

Cerco del silencio reprimido


 

Me imagino las cárceles

Yo intubado en el calor

Quiasma de la herida más profunda

Como un ladrillo crujiente

La sangre derramada de los presos

La noche sin poder dormir

Abierta como un granado

Haciendo poesía con las heces

Las celdas, los cerrojos, los candados

A la vuelta de la esquina se libra una batalla

Un motín.

Son los calores hacinados que hacen presión

Es la flor negra del pezón domesticado

La muralla venenosa del rinoceronte.


 


 


 


 


 


 

El hueso humano es una fragata que ondea la mar sobre las encrucijadas del tiempo, cuando balbucea celeste la esperanza de sus miembros y sus banderas, la rata se escapa por los roperos dentro de los trajes sucumbe al gris de la vida soñando maizales las clavículas colgadas en el alumbrado público, las torsiones de la belleza como un relámpago de sed infinita llorando entre cuevas legendarias en la inmediatez del horizonte cuando la línea se subleva como un recoleto lleno de naranjas y apios domesticados la infinita sabiduría de los dedos en las silabas de la ternura y de la ceniza cuando se deshojan los desalojos y el vientre se abre a un nuevo nacimiento de moscardones nace el huevo de la luz súbita de los riñones y se malgasta el tiempo de las obleas cuando la enciclopedia de la fe lo dictamina serenamente la distancia de los flecos y los tobillos de la iguana nace como un acontecer en el labio superior de la melancolía como si las vértebras de la tristeza fueran el amanecer del sol de uva.


 


 


 


 

El cerebro tiene sus escritos, sus visiones emblemáticas, catastróficas, a veces llenas de crímenes a veces virtualmente refugiadas en polleras de colores en olores de sabores, en emplastos irisados, tornasolados como los esquejes que nacen en la tierra, la semilla que duele en el interior del corazón por un sentimiento de abandono que ahoga en la trituradora del campo, en la cosechadora viento arriba del cáliz salvaje el tallo profundo de una verdad que se come y que a veces cae indigesta como los vientos emplumados o las torsiones de hueso en la maravillosa expectativa de un santuario con acordes y melodías con cadenas para saltar el mundo como si fuera una rayuela.


 


 


 


 


 

Es la costumbre, la diatriba innecesaria sobre toda clase de óperas y miradas de luto en vísperas de año nuevo. Es como arrancar con las manos el semen perdurable o esconderse detrás del contagio para padecer la muerte en cada ocaso.

Sinceramente te debo la maldad de los conjuros, las palmas abiertas de tus labios comiendo del estiércol de la marrana para que aguantes.

Hace siglos que te espero pero esta noche, preciosa vicuña te someto a la cuenta de los aranceles, los porcentuales y las cacofonías de la deuda invisible de tus piernas como revólveres, como aeroplanos.

Me entrego a las planicies de tu ombligo a las comisuras de tu plato de lentejas, yendo rumbo al norte por la autopista, entre las sombras y el acelerador donde se abre el futuro como una naranja, y te veo desnuda fumando sobre la niebla del matrimonio perfecto de los días aciagos, de las conquistas, como confrontaciones entre campeonatos.

Siempre en el mismo lugar el mismo laberinto, como un cofre lleno de joyas para el sexo afortunado, lleno de placeres entre los pelos un pubis decorado con grafitis una manera de entender la comedia del prepucio con los dolores agitados de un orgasmo, el sesgo morocho de la ternura y las patas de rana para navidad en el arbolito de jeremías, tomando sol con el culo por un postre enriquecido con bananas.


 


 


 


 


 


 

Por un verso de lechería donde contribuye el especialista con su nariz para atajar los vaivenes del compadre de turno, donde quisiera tener como patas una instalación de madera terciada, el rumbo fijado de antemano en las montañas del pirulí , escapando en el aliscafo en el horario del acontecimiento , una vagina enredada en el rosal y en las espinas donde se guarda la nube y el coche último modelo, pies y almorranas como sombras frías de la escarapela en la mañana en que celebran tu cumpleaños con comida indigesta, haciendo tirabuzones como fideos que se guardan en la lata de galletitas, en la estantería más alta la marea aglutinante y mojada entre tus piernas de zócalo , de hondura invisible siendo que tejes la realidad con tu deseo como si fuera un queso abrevas en ella haciendo nudos de terciopelo.


 


 


 


 


 


 


 

Me veo en la luz del mediodía, comenzando por las maletas, dando vuelta por los archipiélagos vecinos, sumando la toronja con espuma, algo que se parece a la bilis o al agua de manantial.

Junto al tiempo de los encuentros otras emociones, con palabras moderadas, los túneles de la vaguedad, las serpientes de los monólogos divagando por los enunciados más fértiles en un barco con miles de ventanas, con lanchas asesinas, con anillos de poca frecuencia donde yo te invito a nacer en mi miseria, la de mis espejos, comiéndome las uñas de los pies como si fuera un gitano que se deshace en una rosca de reyes, maravillosa rosca para alimentar a los niños con pañales y la saeta profunda del sermón en el día de la muerte, con un olor que apesta sobre el banco de la navidad donde espera la mujer de barro, la mujer ciempiés que aturde con su plática de loro, de corazón de tomate, de anhídrido carbónico que asume las fases de la caballa y todas las enfermedades de la comida enlatada porque se pudre la tradicional nochebuena en la comida con almendras, en los postres y en los cerebros recalentados con disfraces, los murmullos de la historia, la sangre de cada acontecimiento, la más profunda ovación para la mujer pájaro que en su canto luce la gola perfecta del color de un melón.


 


 


 


 


 


 


 


 

Yo te adivino de tiempo en tiempo por un camino bordeado de cipreses. Se va la angustia mi amor, por una trinchera llena de senderos y latas abiertas y relojes; caminamos por los engranajes desplegados de tu reino de labios de aceituna, tus labios morados que conviene resguardar del frío de las manzanas o los barquillos para no amputarle la pierna al invierno con el corazón del roble, en un mundo habitado por gigantes y donde no hay dinero, solo una forma despiadada de sentir la razón más ambigua, la ternura de otros años que nos parecen ajenos hablando de golpes y contragolpes, de caídas en el mundo de los caballos y las serpientes como si no fuera un cuchillo que atraviesa la fina capa de un pétalo y en la nervadura la crisis de todos tus acontecimientos.


 


 


 


 


 


 

Si tuviera que mostrarte un pedazo de mi pie no renuncio a que me veas amordazado con cara de temible con un objeto gris entre las manos, como si fuera un presidiario, en esta mañana calurosa, llena de sangre y de fruta para la cacerolas limpias de tu cuerpo enlozado con toallones y tenedores de acero mientras bailo con las palabras en el cementerio, en la crucifixión de todas las penas heridas por la escritura de tinta indeleble, como la caída de los rosedales y los jazmines en las peceras de los carasius, en el rojo profundo de tu billetera sin dinero donde solo una moneda como un pan orea al sol su escudo de agallas salitrosas, por no decir otras cosas que no vienen a cuento en el año de Macedonio Fernández y de Oliverio Girondo el tiempo va ayudando a comer de pie la poca fruta que va quedando en los bares de mala muerte en el barrio de chacarita y a veces siento que es poco lo que hago cuando me desnudo porque mejor que la ropa es la prisa puesta en la piel por el camino y la vereda donde ando por andar como un animal en la ternura del periódico, en toda menstruación de mi razón de varón que te impide llegar al beso o al abrazo de la renuncia como miles de cofres con esmeraldas y rubíes, como miles de alforjas asentadas, con piyamas y cuadernos para escribir los números de la lotería , cada ocurrencia en el cortocircuito del desvarío vale para pensar mejor el imaginario que es la mejor casa de la lógica.

Y esta todo siempre por decirse en los silencios. Amén.


 


 


 


 


 


 


 


 

El peso de los años nos deja sin vuelos y sin paisajes, solo se ve el picaporte de la puerta y la cerradura, viejos de ir esmerilando la vida, la empuñadura de un cristal como un grito apagado, vamos a la deriva, somos la elipsis, el capital de los ensangrentados limoneros, la maravillosa voz del terciopelo sobre las canas almidonadas y profundas como libros o magnolias para ver en el vertedero la única estancia de los años mozos, París de la ciénaga, de todas las castraciones en la bañera donde culmina la muerte, las calles movedizas, los episodios del arte rupestre, enredado en los camisones, atrapado entre médicos y pasillos, con un guante y un grito, la sonda de la penumbra , un hilo en la voz , una manera de marcar el paso, de marchar hacia la nada o hacia el infinito por la infancia en los cuarteles, en las miradas atrapadas por el circo, en los vacíos profundos de la apariencia.


 


 


 


 

En alguna parte de mi nombre nace la cloaca con sus tuberías de sangre y mierda, con sus pelos y transpiraciones. Sé que no tengo demasiado para dar, es inútil hacer la prueba, tratar de pasar por la domesticación del ano. Pero no sobran perfumes ni frituras para dejar de lado los fantasmas o las apariencias en este mundo de ficciones como panes. Me voy a anunciar sobre el atril de los monaguillos y luego seré un hombre probo, lleno de moral; quizás llegue a monje y pueda hacer diferencia con mis oraciones. Blanca será la tierra de las tortillas blancas con las piernas peludas, con los bigotes de mujer para comer muchos postres de ananá y naranjas.

Así como trato de parecer díscolo, mi palabra se va arruinando a costa del desprecio, porque es el desprecio por todo lo que sea soberbio y miserable lo que me hace sentir disociado en esta realidad. En este cuadrilátero donde se da la pelea a morir, a veces saco una ventaja, digo mi nombre y renazco entre las suciedades para ver el sol como una cucaracha. Vuelvo a probar los platos de fin de año y desespero de tanta lucha por la luz, cuando me acomodo a los avatares de una sonrisa o un relámpago hasta llorar de pie en mi habitación. Trato de escribir nuevamente la realidad quitando del medio la pelela con papel higiénico. Como quien dice lavar la ropa cantando al nuevo sol, la intemperie del desalojo con los pibes en la calle, lo que te hace sentir mal de los demás, la vida que no podes reparar, todo lo que te lleva de la fragilidad a la impotencia por una pobreza que linda en la vergüenza propia o la sentencia de un mundo incómodo como una mujer virgen que se masturba en la calle contra unos carteles de coca cola.


 


 


 


 


 


 

Dame unas horas. Vuelvo a leer las mismas líneas entre tus sombras. Hay en tus piernas un secreto que es como mi rostro, como mi voz y te voy dejando sola para que te diviertas en esta minúscula celda donde late el corazón más frío, como el corazón delicado de un gato, la membrana porosa de tus labios en mis guantes de cuero negro para no dañarte las espaldas voy colocando las estanterías en tu mundo, sobre tus hombros para nacer en una pausa, en un solo movimiento. Te dejo poseer lo mejor de mi universo en tu pecho, como si fueras una madre en el parque de los niños, en el rincón de los abalorios. No voy a asustarte, simplemente me quedaré en tu regazo mirándote hasta que me duerma de amor, acoplado a tu ternura, porque al ver tus ojos todo es siembra, noche estrellada.


 


 


 


 

No dejes nada que caiga sobre las brasas. Hay una lata de tomates en la alcoba, y un vestido de novia. El cielo está más azul que nunca. De todos lados brota un aroma de manzanilla.

Yo soy el que inventa una nueva forma de andar en bicicleta por las rutas, voy recorriendo cientos de kilómetros montaña arriba y cuando me toca descender es la mirada del sol, la gratitud de la tierra o la otra cara del esfuerzo. Es esta página en blanco que no sé cómo llenar con mi pobre nacimiento. Solo tengo la leche materna que me ampara pero he olvidado las palabras. Quiero hablar de esto pero me refugio en la radio y en la carpa bajo un cielo estrellado. La tierra es un útero inmenso y voy acodado sobre la pauta de mi porvenir por los pasadizos huecos de un hospital. A mi madre le pasaban las mismas cosas, por la misma familia perdía la cabeza.

Tal vez no sea importante mencionarlo. Mi madre era una gaviota, solo comía el maíz de los maizales y sobrevolaba la tierra que olía a recién sembrada. Pero cuando se olvidaba de un grano venía a buscarlo en mi garganta porque yo siempre me volvía loco por un grano de maíz. Entonces era la hora de los electrodos en las sienes y del golpe de corriente a través del encéfalo. Mi madre sufría por eso pero volaba más alto por encima del mar. Yo me comportaba como un viejo titiritero maniobrando en el aire sus sueños en busca de su pecho, en busca de su amor.

Así, en esas condiciones, dormíamos los dos dentro de la misma locura en las habitaciones de paredes acolchadas del hospital psiquiátrico. Guardábamos las mismas señales imprecisas, nos quejábamos de las mismas cosas, teníamos los mismos deseos y los mismos desvaríos. Hasta que llegaba papá. Y nos quedábamos ciegos mirándolo, nos confundíamos con la hierba del parque, con todos los bosques que habíamos imaginado y el traía su billetera y un pedazo de madera para construir un barco y todo sabía a cebolla y a granizo.


 


 


 


 


 

Cuando la vida no da tregua, la lucha contamina los peores momentos y no hay comida y no hay dinero y no estamos en Somalia sino en Argentina. Cuando se escribe para quedar bien con el lector, cuando se elige entre todos los lectores posibles uno, habrá quedado roto el tiempo de la fecundación y el sexo postergado eternamente se habría consumido por completo.

Torna el balbuceo del hambre de los cartoneros, la carta amorosa de los ladrones, el sueño de los enamorados y entre toda la pobreza la sensación de lo imposible, la impotencia perfecta. No voy a amurarme en el silencio en este paisaje de villas miserias, sé que detrás de las paredes gesticulan los niños en sus pañales, las madrecitas hacen el amor con los pobres otarios que suelen jugar a la pelota, los abuelos se masturban al lado de la chimenea donde, no queda más remedio, se va deshaciendo el misterio de la vida con todas las esperanzas calurosas como el verano. Hay una trampa dentro del gallinero de la soberbia donde suele empollar el poder. Esa trampa es como la ceniza y se alimenta de las voluntades políticas, como si nadie tuviera ideas por sí mismo, como si en el mundo se tratara solo de negociar lo que nos va haciendo más pobres.

Sobre las huellas de esta trampa vamos construyendo todos nuestros sueños y terminamos desmoronando el mundo con nuestras propias ilusiones. En el fondo pensamos en como conformar al público antes que a nosotros mismos y esa es la clase de teatro que hacemos en la vida. No hay un mas allá de las apariencias, hay un desborde de apariencias, hay un no poder andar con el propio peso, una forma de plegarse a la forma y deambular por la oscuridad y no llegar nunca a la luz por donde quiera que vayas. Todo esto no te da derecho a elegir la dirección de tu reino ya que solo llevas en tu sueño una corona, mientras vivas. El único deseo posible que te va quedando es llegar a fin de mes con la panza medianamente llena. Eso ya es una fortuna en los tiempos que corren, sin quedar atrapado en la selva de la miseria, en el zoo de los abismados relojes de la intemperie, en los paisajes mas desérticos.

    
 


 


 


 

Hace mucho tiempo que no veo nada parecido al sol. Suelo acostumbrarme a un mundo en reposo, sin plantas, sin flores.

A veces dentro de este encierro puedo respirar un aire que viene desde la lejanía del primer limonero. Huelo la fragancia de este árbol dentro de otras fragancias como si las letras estuvieran equivocadas en una pared manchada con tinta. Y es que el limonero es el árbol de mi infancia y allí quedaron entre las sombras, mis huellas más profundas. Estoy encerrado en un calabozo sin comida y sin agua y así resisto desde hace unos días. Me pregunto a cuanto tiempo de aquí queda la muerte porque deseo morir, ya que me estoy quedando ciego, ya que estoy completamente aislado. Es hora de preguntarse porque el mundo se forjó estos espíritus malignos que me persiguen. Porqué me hacen daño si el único mal que cometí es ser dos personas en una o una mujer dentro de un varón o un varón dentro de una mujer. A todas partes donde voy no encuentro respuestas, solo en estos tugurios del silencio, en estos cuarteles o comisarías me voy pudriendo de olores y malestares porque me siento desvanecer de mi propia podredumbre y mi propia soledad.


 


 


 


 


 


 

A la hora del entierro nos acomodábamos en nuestras butacas y nos quedábamos mirando fijo la pantalla, esperando un tono de grises, de feliz sepultura, un consuelo de flores de primavera como turquesas añejas que despiden el olor de los licores, ensamblando variedad de texturas. Y sonaban detrás de nosotros las campanas y el cura de la iglesia cortaba la madera para fabricar una gran cruz con sus calzoncillos blancos.

Todos sabíamos compaginar la ficción del cine con la cuadratura del círculo, porque los muertos se aglomeraban como geometría en los carros tirados por bueyes. Hacía años que esperábamos ser despedidos por los aires por nuestra tímida estatura, tratándose del hielo de los polos, del encantamiento de las morsas y los sonidos abreviados por alegres escaramuzas de palabras torcidas.

Y los leones de mar y las focas que los esquimales masticaban al amparo de las velas de grasa y los iglúes, todo eso en la película de sangre menoscabada, en los titubeos originales de un temblor de manos que siempre persiste cuando estoy delante del proyector, por una mirada de muñecas de porcelana el mejor cine en casa, dando vuelta los sillones, como si nada pasara además del hambre de los hombres que comen carne cruda, que beben sangre con aceite y el público en sus butacas, sencillamente una familia con un buen televisor a la conquista de un sueño en el círculo polar Ártico , donde nace el sol de medianoche y no hay sed, sino espuma y un paisaje noruego que se parece a la nostalgia de un infierno tan frío como un muerto que lleva sus manos cortadas como las manos de perón en una cureña donde los gauchos van tomando mate y todo se mezcla como una serpentina o como la última palabra que los vivos dejan caer al sol.


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

Siete labios en siete bocas perezosas, en el convite de la decapitación de los reyes porque conviene escuchar el murmullo de las prisiones del hambre y las banderas que pertenecen a nuestro territorio, como los relojes marinos y las válvulas de porcelana blanca en los nidos de tucura, en los pantalones cortos y los tiradores, por un silencio como una llave de muestra de terciopelo combinando con los colores de las polleras siempre que un mundo de petirrojos muertos en cajas de cartón, incrustados por el balín de plomo en la arquería profunda de una infancia alienada por la muerte, los chimangos, por la muerte, las torcazas, por la muerte , los gorriones y las liebres, en las calles, por la muerte, llevando la tristeza en un baúl, en la pluma de un caburé, en las sombras, los libros de la muerte y el sol, los libros de la mujer desnuda, con las manos abiertas y las piernas y las rosas y los ojos y los mares, la tucura del miedo al espíritu de la noche, del fantasma que deja su sombra de hielo en una copa de cristal donde hay un jazmín, donde hay una rata y una trampera y una campana.


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

Escribía el reglamento con sangre, en los albores de una madrugada de zapallos amarillos, bordeando el tanque australiano. Era muy estricto. Tan severo con sus propias obligaciones, en sus propios cardúmenes, porque no entiendo lo que escribes, porque multiplicas y divides la palabra como si fuera una sonata doméstica. Porque alteras el uso de los signos, porque amontonas los puntos y te dejas llevar por las comas en ese horizonte frívolo que por un momento deja el país a un lado para subvertir la cabeza que va rodando llena de fantasías y de humores como peces o lagartos encerrados en jaulas asesinas, en manicomios amurados a las paredes del cuerpo, en celdas y persianas como cláusulas de catecismos, porque no me sé persignar, no se fabular contra dios ni por él, en estas murallas decadentes que hablan de muerte, en este encierro en el mundo del dinero, en esta forma de vivir el síntoma de la riqueza mas frívola en los parque contiguos donde hay venados y máscaras como sombras frígidas, los verbos que anuncian la tempestad, el grato equilibrio de la otredad en una perpetua conmoción de sabores y licores, en una disyuntiva axiomática como si coronaras el mundo con sus perfiles, como si llevaras todo lo indigesto que hay en las veredas cuando pasas con tu nuevo triciclo. Mira al ausente que va por tu mundo haciendo con su olor de cadáver a altas temperaturas una vaina de plegarias y sermones. Mira el tiempo de tu juventud como un ladrillo lleno de pezones blancos, de murmullos como hojas de otoño en las postrimerías del ocaso. Y si te miras, mírate y no te olvides de tus desgarrones, no te olvides de todos tus dolores, no admires tu saber ni tu pena, mira dentro de tu desprecio en el club de los suicidas. Y no dejes de mirarte hasta que hayas reconocido el hecho de tu muerte, tu helecho, tu perfume de carne estofada, tu delirio de gladiolos de plástico.


 


 

Dale que te gusta comer el barro de la vida. Una cosa voluptuosa, un respiro para muchos en el entremés de la costumbre. Rezongando entre las paredes blancas del hospicio por un hastío que se quiebra y te señala tan hondo como un puñal, atravesando la piel de la distancia, un motor que nadie entiende, un perro que ladra lejos en el horizonte de la sombra como un puñado de avena; la verdad se nutre del misterio hilvanando calles y edificios, perteneciendo al barrio de siempre como una inconclusa sinfonía, olas eternas de una leche galáctica como una rosa instantánea en los pliegues de tu pollera. Siempre por las cosas que sufro, por todos mis estados de bebé prematuro, por todos mis cordones atándome a la noche según los rasgos de la locura. Y siempre hablaré de la locura que me pertenece, la de la espera interminable, la locura sin mujer y sin palabras, en plena sombra de día domingo por la tarde. Siempre hablaré de ella como de mi cordón umbilical con el mundo, con todas las cosas que se pudren en el interior, a veces como una familia que se pudre lentamente en su propio caldo, otras como un viejo perro que duerme sobre la alfombra de su propia resignación. Yo no escribo novelas ni cuentos, solo soy un hacedor de aromas y me equivoco al elegir las flores y madrugo muy temprano todas las mañanas y escribo cartas que nunca envío por una infancia que no tuve, por una falsa declaración de amor, la figura irremplazable de mamá, su escritura en el cielo de mi visión ingenua , en el mundo de las estrellas su rostro de primavera, su sonrisa como un malvón detrás de todos los espejos mis primeras palabras enterradas en el cuerpo de una urdimbre de silencio como el país, como todo este vecindario arrebatado y terco en la edad de la miseria y la ingenua batalla de los desposeídos que se parecen a mi desposeída infancia sin letras ni carteles, de la ternura arrebatada de los primeros años, muertos de papá y mamá, sagrados en nuestro dolor, los hermanos sin hermandad, creciendo horizontales, sin juegos en el país de las sombras donde se cambian figuritas por ametralladoras, balas por cuerpos baleados, policías por instrumentos de tortura.

Yo sé que todo esto puede parecerte caprichoso pero es tiempo de recordar como sonaban los cañones y cómo se sentía el silencio de la noche para cada escritor refugiado en su escritura. Siento que estas noches son mi soledad más profunda, la que encuentro en lo hondo de mi espíritu. De allí nacen voces insospechadas. La luz del día me dirá otras cosas, el trabajo que no tengo, el tedio que se repite, las flores mal guardadas por una ocurrencia lábil como un perfume, los años que van pasando sin margaritas descifradas, toda la sensación de fracaso, de no poder con la vida, la impotencia del dolor, el malestar y la rutina de días sin hacer nada, de emborronamientos en la nada, en el vacío de todo futuro y de todo presente como si de la sangre me fueran creciendo heridas la escritura viene a darme un cuarto donde dormir en paz, donde no haya voces siniestras de televisores siniestros de países siniestros, me acomodo finalmente a ese vacío para rellenarlo, para darle forma con mi nombre y con mi cuerpo como si estuviera hecho de tiempo y de mimbre, señalado por el barro, por las esporas y los perfumes de sándalo, ese vacío forma un caudal de cosas misteriosas pero felices, de tanto hartazgo nace algo así como una posible narración, una ternura de la contemplación del buda que alimenta en los rincones sonoros del cuerpo, con las toallas de almidón.

Y será que me he recobrado, que he hallado el tesoro debajo de la herida, el silencio mismo me ha dibujado tu rostro en la ausencia y es con tu ausencia que he dibujado tu compañía. Te he hablado en silencio, te hice preguntas y te vi en el supermercado donde te veo todos los días. Te encuentro entre los personajes más importantes de mi historia, mi amiga de todos los días porque me sostienes con tu mirada sin pedirme nada a cambio. ES así que te has convertido en un florero o en un animal de costumbres, una especie de perro cimarrón que recorre solo las calles y los rincones de la ciudad y me acompaña cuando no hay nadie, cuando nadie me ve y saco de mi bolsillo la armónica para tocar una melodía improvisada.


 


 


 


 

Como una manera de endiosar los cadáveres, juntando los viejos huesos en los cementerios, tocando la mano de la abuela en el depósito de mierda donde se esconde su mirada tan lejana yo me apodero de las distancias y las secuencias de tu narración sobre los velorios y los ataúdes para girar en torno al interés de tus inquietos olores que se descomponen en la rebeldía del que más puede, en el horizonte de atar nudos y esgrimir verdades como forúnculos, en la pelela de dios donde orina el tiempo toda su ingrata sabiduría y el espacio se abre como una boca de miseria profunda, como un decir de sépalos interminables, como un baldío lleno de corazones embriagados donde nace la nata de tu pobreza en los platos de cartón viejo, en las huellas del hospicio, con tu máquina de tejer, con tu liviandad, en tu aire enmohecido la penuria de tus calores, yo avanzo y te escribo en tu cuerpo de arena, donde tu reino de abuela en el campo misterioso se pierde en el pozo de agua , en la bomba y en la jarra fría donde las serpientes en sus orígenes blancos, en sus manos arrolladas por el pan de todo sudor, de la guita puesta en los ladrillos de la educación, como portales temerarios el viento se va llevando tu dolor hacia la zona de los molinos donde hay tuberías y escaleras, pelos y malas noticias como pesadillas y tormentas en la ceguera que te aflige.


 


 


 

Y lloro en mi soledad profunda. Y es la casa y el árbol y su sombra, un parque de pastos secos y la vieja chimenea.

Dios estuvo allí para mostrarme el camino del desierto y yo no creo en dios, solo creo en un horizonte futuro, un embarazo del tiempo, un pecho escondido. Solo creo en tu sexo perfumado en la onda arenosa que marca tu espalda como una curva necesaria; me perdería como un niño en los caminos de tu cuerpo desnudo y dios quedaría como la huella de un cielo imposible, como un cuento de niños que nunca se termina, dios sería la justificación de lo absurdo, de la muerte temprana, sin contemplaciones, de las preguntas silenciosas sin respuestas, como el aroma del azafrán, como el arroz con queso, como la sopa de letras.

Anatomía de los cuerpos florecientes y desnudos, muertos en pena en los floreros del odio donde crecen los cormoranes junto a la caracola marina que se ausculta como una princesa de mazapán en los acantilados de la ternura porque la prisa lleva como la espuma sus notables garabatos en la medianía del lujo, donde quiera que vayas estarás vos con tu concierto de violines, en tus miembros de chocolate, en tu navaja aceitada por una montaña de sabores plenos, la costumbre del desprecio sin decir nada que valga la pena, solo una misa para los inocentes a la hora del campanario cuando es tu duelo de serpentinas, de dedos que corren y saltan en el teclado ambidiestro, homosexual hasta las uñas pero guardando las apariencias como las mejores bestias de corral, como los dioses homosexuados, como las vírgenes lésbicas la enorme pantalla del orgullo desesperado en el placer efímero de dar la mandolina de caoba y el perfume del sarao por toda la añoranza de una comedia de deseos y de cuerpos travestidos.


 


 


 


 


 


 


 


 


 

Duele creer en el misterio, en la peste atrapada en una trampera como si tuvieras un muerto atrapado en el hocico o pasaras por una batalla de lejanos padecimientos.

Yo sé que en esta tierra se aprende a vivir a los tortazos en un columpio imposible lleno de transgresiones y parece ser que el mundo como apariencia del hambre se resuelve apenas en una tentativa de sangre, muriendo en el mismo cerco de muerte, en las rejas de la realidad donde reposa la costumbre y sus visiones imperfectas, sus silencios de oro, todas sus complicidades con el mármol, todas sus tumbas y sus tumberos cuando la tierra se dilata como el acero o como un disfraz de leviatán, los surcos de la palabra, el empeine de la verdad entre otras verdades, llevando la marmita, la caramañola, el fusil, el casco en plena tormenta de frío, llevando tus muertos, acariciando tus muertes en una rapsodia monumental, yo sé que el misterio por la cola renace con un odio brutal para hablar de las mortajas y los cirios y las aves de corral encima de la muerte los pavos reales, las torcazas, las palomas mensajeras, el gavilán.

Y en cada rincón de tu estatura, en cada arquitectura reprimida, terminas haciendo de samaritano con un florero en la cabeza, preñada de locura. Siento latir tu corazón que se apaga y es como una mermelada espesa como un viento de aconteceres fortuitos.

Siento el reír de la partera y la doble visión del encuentro en el abrazo fatal de un nacimiento y me quedo pensando en vos mientras la vida te va desangrando por un paquete que jamás recibimos porque lo que trae dentro está muy viejo y huele a mordedura. Así soy con los cadáveres. Tengo un aire de implacable lozanía, de maravillosa distancia. Huelo y distingo todo lo que sobresale desde que te velamos desde tu ausencia y será el ejército de las cruces rojas donde hay una sola oportunidad para morir en las trincheras, en el rancho de la barriga que justifica toda comodidad que el viento trae sus amaneceres y sus absurdos en la guardia donde se cocina el fuego de la noche.


 


 


 


 


 


 

Sobre el celo de esta soledad vierto el azúcar y las vendas de una máscara, porque vine a esta tierra a estar solo sobre mis huesos, tratando de acomodarme a los vientos y las mareas hostiles al despertar a todos los vecinos con mi voz, con mi aullido salido de la vagina de la tierra, como un cosmos de manteca y estiércol para endurecer la verga sucia de toda esta decadencia que se amontona en las habitaciones huecas de mi casa, en los gritos de la infelicidad, mejor dicho, en todos los silencios que son como gritos enredados con una túnica celeste que es como un sueño o una pesadilla de otros gritos sublimados en burbujas de jabón para los horizontes inclaudicables y vanos, los mansos horizontes que se quiebran al pasar sobre los huecos de la ternura en esta soledad domesticada, en esta penumbra llena de clamores, la maldición de la especie sobre mi frente mirando el desierto de los gritos y las rosas, observando el tiempo que se consume sobre las espigas y las raíces profundas; el tiempo malgastado de todas las soledades arrinconadas como bestias con tumores, sobre las ventanas ajenas y desnudas como estatuas de estaturas inmensas y díscolas garabateando la punta de una filosa navaja la crin del caballo en la palma de las manos bajo el océano de los sudores donde todo se revuelve en una mirada y es como si estuvieras aquí en esta frescura de la noche estrellada y es como si durmieras en mi con todo tu poder de hierbas vírgenes.


 


 


 


 

En el bebé del cordón de cielo negro junto a la palabra tardía de la muerte, nombrando las estrellas de cabeza de tortuga como las flores de sus deseos en la amplia tarde de sus corolas y sus caprichos, arrebatando el llanto a la miseria de las ligazones y los volúmenes en los pechos lecheros de la vaca que importuna por la madre que pare un hijo y siente que lo maldice en sus silencios opacos como en la leche tibia de sus opérculos, siendo la misma matemáticas de siempre, la gangrena del lenguaje en la pobreza de la muerte que todo lo marchita en la siniestra agonía de los crisantemos, en el calor de la morada de los pétalos tempranos sin saber decir lo que se quiere decir bajo el trueno, bajo la luna, en una decadencia que trae el muro del idioma, la lengua de cada mañana abortada por el fragor de sus silencios, por todas las aves muertas en silencio para demostrar la ternura fría de una muerte concebida entre velos, entre sedas exquisitas de agonías de alambre de púa , de préstamos personales para comprar ataúdes, para comprar viviendas de lejanías siniestras, acorazadas por el tiempo futuro y por un presente como una sombra de aguas calientes, en el útero divino de la intemperie, con los ovarios sacados en la nervadura de la marihuana por todas las cosas que están atadas como un embrión y una domesticación a fuerza de soledad y conformismo, la llanura es una herida , la tarde es un mal en la ranura de los zapallitos, todo resulta una enorme mentira de cosas disgregadas porque la soledad es el todo cósmico de la entrepierna que no siente, de la congoja milenaria en el rancho y las comisuras de la cueva del lenguaje tardío, de la palabra desbocada en la belleza profunda del caos, sobre la pileta de natación de la mirada, por una sutileza del nervio como el plomo que perdura en la explicación del vacío, hablando de pleamares y torceduras, donde el tiempo como un sarcófago tirita alrededor del cuerpo o los mates lavados o las calles solitarias o los cantos de claveles perfumados.


 


 


 


 


 


 

Los señores feudales saben anestesiar su comprensión escolar por la sangre que llevan dentro en todos los años que han crecido limpiando las veredas con las comadres, usando acaroína para desinfectar las liendres, para quitar las pulgas que hay en el cementerio donde se juntan las cartas de seda y los sacerdotes que venden estampas como visiones de otros mundos posibles con barbas replegadas y luminosas, con infinitos placeres y vientos que vienen de la soledad más distante, como el olor del tabaco, como la hoja del arce en las engullidas intenciones del sueño en el momento que perdura el devenir en la noche del quiasma pletórico donde la lengua deja sus mayúsculas atravesadas y el reino de sus diptongos parafraseando la estatura del idioma que es como una impotencia que se lleva adentro, algo que no se sabe bien cómo usar por las tempestades y las caídas de las vértebras del grito en los acantilados que invitan a la muerte salada y pedregosa.


 


 


 


 


 


 

Yo no sé en que parte del mundo te dejé ir, corriente abajo desde el río de la memoria que todo lo quebranta, hasta la misera actitud de los nobles. Porque ni siquiera me queda una suerte para compartir, en esta ternura endeble que me va fagocitando tu voz en las almendras o en el rocío tejido de las arañuelas. Yo siempre llevo un instrumento y una rosa profunda como una queja medicinal en la cartera de mis vientos y en cualquier pesadilla, donde nace la simiente de tu rostro como una vena discreta yo suelo concurrir con la témpera de mis colores agitados, en la respiración inquieta de los turquesas, en la carta amorosa del día de lluvia, cuando bailan como universos mis dedos y naufraga en palabras mi espíritu, sondeando los carmines y los azules con la arpillera de la historia de la mamá muerta.


 


 


 


 


 


 

Se anuncia un tren para la soledad que viene como una sombra por las estaciones de verano. Intervienen los cafeteros con la angustia de los días lluviosos cuando se cae el tiempo, sin nada que hacer, solo lavar las verduras y acomodarlas en los sillones del living, debajo de la repisa de la locura, donde van quedando los miembros de la lógica y una pluma de vientos solemnes como páginas esmeriladas o toallas de baño en la casa del dolor.

Se anuncia un plumero que va limpiando los anaqueles del sufrimiento en una coartada de múltiples pecados, levantando las raíces del kinoto, donde se junta la palabra con el atardecer, en medio del paladar, la violencia del lenguaje y el dulce de frambuesas en este país de tormentas, donde va nadando el peso con la reciedumbre y la hostilidad de un cuchillo punzante, en los libros de mayor temperatura y se quiebran los humores y molesta salir por el hemistiquio de la herida, en un balbuceo que se hace sentir como el día viernes o como el relámpago debajo del paraguas cuando llueven las palabras y hay miseria y hay bocas profundas como bocas entrenadas en la angustia de los cartones y los casinos donde se va juntando la mozarela del tiempo y te veo venir y me voy cayendo.


 


 


 


 


 


 


 

Un país donde se puede perder la cabeza, donde la memoria te aparta de las cosas más próximas, donde la locura te lleva al paredón de fusilamiento de los grandes próceres, de las montañas nevadas y eternas, de la sinceridad de lo doble; cuando medimos el hartazgo diario, la desocupación personal con los avatares colectivos de una realidad de montaña rusa, cuando somos la múltiple noción del mal porque no hay amor que valga, sino una literatura profunda que te lleva camino arriba de las piedras por los pueblos olvidados, por las pircas vencidas y el tejido amalgamado, un país de muchedumbres desoladas, engañadas, sojuzgadas donde la vida no vale nada, por una temperatura del miedo, de las calles oscuras, de las eternas cuchillas del adiós en la madrugada de los perejiles, en la mañana solemne de las pandillas y el carnaval y la murga de barrio con la porra y la gomera, cazando palomas en las arboledas del país de morondanga donde se visten los jinetes de la palabra, la sintaxis que deambula por las mareas exquisitas, sin fondos en la cuenta sin fondo de la vida, lleno de deudas, la realidad como un producto cotidiano de frutas y verduras mal cocidas, de años de luchas incesantes contra el dolor que deja la sombra del misterio, el país de los silencios abarcados con la mano del dolor, del esperma de la voz como un columpio de banderas agitadas, de causas anónimas y replegadas en multitud de corazones ambidiestros como retoños profundos de caracolas marinas en el paisaje solar de una esperanza tornasolada para no ser pesimista para no quedarse solamente en el país de los andrajos y la miseria.


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

Detrás de la ficción de los libros se mezclaban otras historias de adolescencia, soledades y melancolías inexplicables, voces que caen desde lo alto de las estanterías como voces fanáticas de tantos gritos acallados, voces femeninas del desaliento; de no amar siquiera a la mucama de las polleras invisibles; la que me aprestaba para la escuela en un disfraz de moños y corbatas, porque el juego, los soldaditos, los yanquis y los alemanes entre ambas barreras de una lucha que continuaba por aquellos años.

Y entonces la invención de las páginas y las aventuras de Emilio salgari, el encuentro con la huida fugaz por la lectura, cuando las noches imposibles, cuando el jadeo en la habitación de al lado en el momento de devorarse el cadáver, de trozarlo y repartirlo porque es papá en un acto, con su corazón que sangra sobre los telares; es la familia de los gallos de oro con sus cenizas de muertos, con sus perfumes de sándalo. Es papá con sus bibliotecas, con sus merodeos detrás de las piernecitas de las sirvientas, con sus rituales de alcohol y vainillas.

No quiero someter la realidad a un cuento, quiero entibiar la narración con un pequeño homenaje de campo triturado, quiero plasmar la sangre vencida de mis arrebatos en la lucha por el poder, por ser uno, por ser.

Y cuando ya no haya más adversarios estaré yo solo contemplando mis raíces y mis fantasmas.


 


 


 


 

Y una vez me preguntaron si era bipolar y yo les respondí con una sonrisa, detrás de la celda, donde el piso mojado y el pantalón con tachas dejaba ver un hilo de orina que se corría por dentro de los pantalones, como si fuera poco, la charla sobre literatura, todos los esquemas de la esquizofrenia en la escritura, mezclando aromas y colores detrás de los golpes y las sacudidas, entre los miembros colapsados faltaba que llamaran a tu puerta porque el viento desvestía los cadáveres, toda su blanca palidez, su textura de seda, de gusano, de miembro inútil , las huellas de aquella pequeña casa de la infancia, como una casa hecha de mazapán o pequeños ladrillos de azúcar, siempre que te acuerdes de su rostro, de tener el papel higiénico con las dos manos para limpiarte el culo, porque es bueno andar amparándose en los bastones y en los postizos, aunque tengan que tusar tu barba y te calles en muchas líneas que pretendas corregir como la sangre, como el duelo de la muerte en este invierno, como la prisa tomando sol en las acequias, en los bordes del agua del arroyo, de los manantiales y las rocas de altas montañas escarpadas y de todos los tugurios en donde te vi nacer con la cabeza envuelta en sangre sobre la concha marítima , en manos de la bestia con plexo de rana para la semilla siempre cultivada de ajo con murmuración de espliego con tenazas llenas de pobreza y óxido porque el tiempo de los carnavales, el tiempo de los disfraces y las maracas ha cedido su espacio a toda la revolución de trombones y platillos, de orquestas y batutas de nácar y mucho dulce de leche.


 


 


 


 


 

La soledad y sus ecos en los tiempos de la zozobra cuando están abiertos los ventanales de la memoria, secos los árboles, secas sus hojas. Y no llueve nunca y es de día, con una luz que irradia fuerzas extrañas, soles brillantes atascados en la marmita del cerebro, a la hora de la inspección, cuando faltan los comprobantes y es la hora de escapar de todo lo que significa prisión, de los impuestos y las sirenas de policía y los perros con sus mordazas y también los gatos que esperan su comida al mediodía entre los alambres tejidos y la ida al supermercado o la penumbra en el baño, al lado del inodoro.


 


 


 


 

Es como si tuvieras muchos espectadores en un teatro de revistas, como si miraras a través de las rejas un mundo lleno de obstáculos y diferencias en la misma prisión donde te dan por muerto desde hace mucho tiempo tus propios amigos y familiares. Algo parecido a un manicomio donde suele estar atorado el fantasma libertario, como si en el mundo solo hubiera una gran jangada imaginaria, llena de robles y de cetros, corriendo río arriba por la escritura de los marsupiales más hermosos como los koalas en tus rejas, en tu cama. La sombra australiana de un río, como una cañada siendo que las esporas o los límites tempranos y fronterizos de tu sombría personalidad siempre menoscaban el fruto repentino de la madrugada donde nacen las uvas de la esquizofrenia, de toda escritura que irrumpe en el trasfondo de la batidora, por una inútil literatura como un sueño o un relajo en el medio de la tarde de los koalas en esta prisión llena de zapatillas viejas y mate cocido y siempre el calvario, la estampita reducida de los besos preciosos en el ángel demoníaco de todas las escrituras y los biblioratos.


 


 


 


 


 


 

Cuando se incendia la vivienda de los sueños, cuando se abre la colcha del temor en las pesadillas anunciadas, en los irreverentes orgasmos multiplicados por dos, siempre que tengas unas piernas como vientos, una sonrisa como un ancla en la arena, una tímida pasión de duelos y tristezas como tantos quijotes yo te vendré a buscar arañando el mundo estomacal con pocillos de jengibre, con anuncios estremecedores, llenos de política y de barbarie, en el plato de porotos, en la mermelada que se pegotea en tu vestido como si fuera un engrudo de papillas domesticas los aires de Buenos aires, en los cielos interminables, con los guardianes y las pistolas y los pistoletes de pintar, y todas las armas y los escudos para amasijar cabezas en la plaza central y la máquina de fotos y todo el ámbar de tu sangre como un silencio de ternuras imposibles, como un caballo que se muestra y que se peina por el barbecho de los años, por la mirada de los infelices, la mirada de la rosa, como un cielo profundo que quema y tantas cosas envueltas en harina, y el jugo de tomate y la maravilla de perpetuarse en la sombra en el aire donde uno se hace polvo, detrás de su muerte, como un jazmín encendido.


 


 


 


 


 


 

A veces voy a morir sobre un lugar ceniciento, en el medio del camino donde crecen las tunas y los verbos amarillos de las palabras dolorosas; de las palabras quejumbrosas, llenas de vacío y soledad, dondequiera que vayas, si es que te dejan ir a la sombras plenas, al oxígeno de la muerte donde suena como un remedio el último estertor como un abanico de colores o una pollera llena de flores en la penúltima agonía del deseo cercado como un viento de amapolas, de lombrices solitarias, en los estatutos sanguíneos , la razón de estar con el mundo más allá de los temblores, en tu caricia, en todo lo que puedas decirme y otros no pueden, yo voy a amamantar la locura con la díscola canción del serpentario, en la última madrugada de los sollozos, en la penumbra que se quiebra detrás de los portales.


 


 


 


 


 


 


 

No voy a dejarte ir. Antes que nada la demolición de estas huellas imborrables; esta impregnación en el cuerpo como si en el tiempo que surge detrás de los pañales de la locura, en la caca espesa de los nervios una temperatura de palabras ilustradas, en el cine de todos los días, porque el viento con sus rosedales y sus aguaceros va templando el cuchillo de la ira, el diapasón que se transmuta en alegría luego de volcar la carga de los asnos. Todo se parece a refugio y a música envolvente.

Por las huellas blandas en el barro del cementerio, por todos los gritos y ecos en la oscuridad de la melancolía, en un país sin frutos, con mucha metralla, donde la violencia se siente en el carmín de tus mejillas, en todos los susurros y todas las contemplaciones, en la parada del colectivo, de noche rumbo al misterio del alcohol, en las pésimas condiciones del vómito que surca mareas de cuerpos adolescentes y nocturnos, la forma amarilla de adocenarse en una canasta de panes maduros, mientras el señor presidente duerme las aguas de sus sueños, sin novedad en el frente, con la tarea reprimida de reprimir en los años que vendrán para ensuciarse el lomo de los indigentes, la ranura indigesta de los indignados, mientras el señor presidente vaya con sus quesos y sus cajones de mermelada a batir yemas para tortas extranjeras, a vaciar al almirante del contenido de su verborrea por tanta prisa en soñar sueños de abultados castillos de millones como tucuras en campos vencidos o el amor por los caballos y los perros, esa necesidad de quererlos en el atropello de la política de los malvivientes que se quedan con lo peor de la realidad, con las canastas inmensas de panes o buñuelos para despertar en el robo de la corona, la forma del amasijo, la forma de las venas entreveradas en ramas de casuarina.


 


 


 


 


 

Para andar disfrazado de iguana, en un barrio pobre, donde se fabrica con los huesos de los cadáveres, oro exquisito, hay que tener la postura del duende, hay que lamentar las heridas propias y ajenas, aún en la palabras perdidas, aún en el lenguaje venenoso con que vinimos a nacer en los barrios pobres, en los huesos tullidos de la repetición gramatical, de las oportunidades abortadas, de las caídas sinceras o los zapatos lustrosos a la hora del libro del odio o los maniquíes llenos de pintura por una golondrina que se vuela de la jaula hacia otras primaveras de liberación del hambre acumulado, lo que nunca se ve de la pobreza, una manera de andar por los caminos echando reglas al fuego; benditas reglas de conducta para la aparición voluptuosa de la ceguera y la misericordia del bastón blanco y la villa miseria, en el espejo radial de la hora 18.


 


 


 


 


 


 

La atmósfera acumula toda clase de vapores. Nubes que son de tristeza en los apagones de la ciudad. Penetración discreta en la bañadera donde con una mano el puñal y el jabón en la jabonera, la angustia detrás de las olas oscuras del champú, el minutero que avanza según la sombra de la indiscreción y toda clase de coños y de besos en los jugos del matriarcado.

Siempre en la cornisa de enfrente, en las hendiduras de cobre sobre las camas de poliéster para amasar la lengua ladrona de turbaciones y multas apagadas por un casillero lleno de flores, en la tempestad de los cementerios, en las lóbregas nunciaturas, en los cálices de oro y pedrería cuando se moviliza en manteca la palabra de todo el palabrerío que hay en el silencio amoratado, el dinero de los príncipes desnuda tu boca, tu dentadura llena de siemprevivas, los vacíos del grito mas profundo como un caballo de papel en la nieve blanca de tu sonrisa, entre las lágrimas azules un meteoro del color de una llaga , una pluma que duele en el corazón de la tarde cuando cae el sol en todas tus ocurrencias sobre los alambrados y los estuarios y las penínsulas y todos los océanos como el bronce o la domesticación de la ternura en los pies fríos y calmos de toda montaña como abanico de piedras y mulas en las cornisas, en el matrimonio de los floreros la mansión que se recuesta sobre la noche de los jardines en el queso rallado de tu verdad, de tu siniestra escarapela llena de torsiones y cabellos y rejas como ventanales inmensos hechos para el deseo de la escritura, para morir en los labios del acontecimiento del feto pronunciado, de la baraja de los perdigones de la luna fallecida en esta música como un clitorís.


 


 


 


 


 


 

Mordiendo los ocasos del lenguaje, los acosos de la palabra en la tristeza de la rebelión, por el fuego de los embriones, calzando los zapatos angostos de la criatura yo voy sin querer por estas situaciones de declive, la colcha de la cama y el colchón, la almohada en la penumbra de las persianas cerradas y toda la melancolía de una oscuridad abortada en los grises de la paredes como opérculos desgranados de miel azucarada, la agonía de un cuerpo de campanas calientes, un cuerpo de autobuses y alamedas en máquinas de coser como cielos profundos, como bebés recién nacidos sobre acolchados manchados de sangre, con el oxígeno de la siesta, a veces como un asma de plena literatura, a veces como una depresión de aguas estancadas y pasiones cenagosas y tortuosas batallas sobre los cuerpos temidos del murciélago , sobre la guerra sangrienta de todos los dolores invisibles, de todas las tierras saqueadas en campos de miseria, sobre huevos de gallina como sueños de alta temperatura en la frente, en la soledad de los años bisiestos por un perfume de colores sabáticos, por un galardón lleno de ternura, en la nieve más próxima, en el tejido de la bandera de los muertos en vida, en todos los geriátricos, en todas las habitaciones de hospital donde se dispensa el sufrimiento al menudeo sobre kilos de bosta rancia, en futuras pesadillas como gritos de heladas profundas, de cielos azules que cubren altas madrugadas como los chicles del paisaje en tu boca, a las siete de la mañana cuando todo sabe a frutillas.


 


 


 


 


 

Es un caldo espeso la vida, hay que arrimarse al portón de la palabra para sobrevivir. Hay que dejar testimonio de las noches pasadas en la guachera, en el tambo mágico del manicomio como si encendiendo las brasas en las cenizas acumuladas pudieran brotar las alamedas, los juegos de cartas señalados por el capitán de la ideología, cuando salimos a menstruar los caracoles de invierno en las altas planicies secretas de la política, yo, un herrumbrado, viviendo en el mundo del asco, en la cenagosa marea de lo distante me repliego detrás de todas las verdades a medias para ahondar en una huerta llena de zapallos en una mañana deliciosa donde toda la pobreza se va juntando con las hojas secas del otoño y hay murmuraciones de mujeres imposibles y cientos de camas apiladas y bibliotecas y libros acumulados como peces en mares revueltos, en mareas con silencios profanos exentos de toda religiosidad y amor por los hermanos, porque esta terapia de la escritura, en el doblez de tus polleras estranguladas saben de viejos tiempos de indiferencia.


 


 


 


 


 

Sabía que para empezar a gestar un futuro había que engarzar en el ojo de una rosa la lágrima profunda del invierno, siempre que el sueño, sobre las ramas no se arqueara, si es por el mal de habernos adormecido en sutiles toallones mojados, las estaciones se acomodarían en las bibliotecas, con las manos arrugadas, como si fuéramos viejos o enanos, como si fuéramos ciegos en esta penumbra que nos aniquila, en esta tremenda incertidumbre, en este silencio hostil que tanto sabe de perfumes y de esculturas cromáticas porque somos leyes profundas, recuerdos de otoño en los cadáveres del tiempo cuando escribo en las madrugadas del sueño por una semejanza que me ocultan los ladrones del arte, los ladrones de espejos, agachados en sus cuevas, de sus cuchillos como floreros, de sus sombras chinescas, sombras almibaradas que renuncian a ser sombras como en los tiempos de los verdugos o las máscaras donde la temperatura del cuerpo se va cociendo con la voluntad de la escritura, con la velocidad del pensamiento, entre ocurrencias y sabores como un pubis electrónico, como un transistor y un circuito de brazos y membranas gelatinosas, oscurecidas entre los labios de una paloma o un cristo.


 


 


 


 


 

Me conmueve ver con que prisa se pronuncia el otoño con sus amarillos, sus ríos disueltos, sus lluvias en la eterna mascarada de una farsa interior, en la amenaza de la oscuridad, por una regleta y un aborigen que no tiene con qué cifrar su destino, como yo que no puedo andar estos caminos nevados, estas penas que huelen a mierda y es que tengo los pies atados por la virtud de la ceguera, en la profundidad de la noche, el muro negro de la escritura, toda la literatura que acontece en el abdomen por una manera de naufragar entre los peces, de mostrarme inquieto entre los relojes, como un temblor o un perfume que se liquida entre las huellas de los dedos , en el sueño que se desacomoda por las hojas caídas y secas de tu nombre por todo el océano de tu vientre lleno de espejos y tiburones asesinos, tu vientre de marsopa, tu rostro de caracol, tus manos que son la extensión de algo más lejano y frecuente, como si en la ciudad marítima , entre las olas, se escondiera una pulsión de fuerzas indómitas y reprimidas que luchan por salir a la superficie.

Yo con tus labios en el nido de paloma, yo con tu sexo atravesado por una planta de maíz, con sus granos retorcidos, con sus bocas satelitales , los miembros del corazón en la fortuna de toda lotería secreta, el jazmín provocado en tu lengua de tinta negra.

Y todos los quejidos de un placer como un instrumento, donde el director de orquesta se acopla a la infancia de los sentimientos.


 


 


 


 


 

Escribir a reglamento una literatura de escaleras y ascensores como quien escribe sus anotaciones en la primavera de los relojes, en el cuerpo desnudo de los ataúdes, por una crema de magnolias adolescentes, de rostros de vidrio perfumados en una especie de tersura hecha girones siempre que tus labios, tu sonrisa, en el lugar de los placares, donde se guardan los diarios húmedos o las fotos del papa por papá y mamá en el arroz con leche de los primeros años, de las manos como uvas o cenizas, la vida llevándose las esponjas de la historia, el nácar que segrega la vulva despierta y arenosa en su amanecer marítimo, cuajado en leche de hortalizas, el espíritu de la colmena, sus manos de cera por una perfecta armonía de dulces recuerdos, las batallas en la calesita, los floreros y las instalaciones en el alma cuando hay un murmullo de viejas canciones de guerra y están los santos de la nochebuena y todos los viejos alrededor del fuego, copiando de los libros sagrados y se parece al misterio la agonía de los días y las noches cuando los libros y los libreros con sus estantes y sus colecciones de hojas al viento mal escritas; hojas rotosas como cuchillos, el tiempo de quedarse arrimado en la escritura del feto, de la palabra del embarazo cuando suenan las campanas y los moños en la alameda del lenguaje y son torsiones y complejos de añadidos y cinturas como la sangre que se viste de manto de seda en una profunda caricia de sangre, en una pesadilla inmensa hecha de leones y de arañas.


 


 


 


 


 


 

Las puertas de mi útero, como sembrando llaves y torsiones en esta angustia, en esta espera donde los muebles se desacomodan, en esta vagina central y cósmica como las paredes que ceden a las horas de la siesta y los secretos de la tarde luminosa, entre sombras pervertidas llevan a la altura del gineceo la brevedad de una cita; porque el tiempo, como las aperturas en el ajedrez, como las reglas de la gramática o las discusiones políticas, se entromete en los intersticios de la palabra en un roce quejumbroso, en una variación de perfumes y temperaturas, como si desde el llano, los molinos, las aguadas, todos los juncos de primavera y sus torsiones, todas las personalidades, nadando en el idioma castellano donde ponen sus huevos las gallinas batarazas a la intemperie del mundo donde nace el niño con su cuerpo de luz en el tejido perimetral del alambre de púa donde lloran los vecinos del pueblo con sus cestas y sus semillas, sus esponjas y sus jabones, en la inquietud maravillosa de la ola, en el almácigo, en el destierro….


 


 


 


 


 


 

Hoy puedo decir que detrás de los tiempos, entre los barrotes de acero, en el interior de mi encierro, crece una luna aturdida y muda, una luna ciega, sin palabras, sin horizonte, con las manos sangrantes, con heridas de vidrio, con la noche del aguacero.

Y es tiempo de leer en los cántaros de cobre las agitadas nupcias del silencio, y todas las distancias y la falta de recuerdos.

Yo siento la temperatura del fuego en la cocina de los hospitales, en las camas de los manicomios. Un fuego devorador del tiempo de cenizas; unas brasas inquietas que son como quejas de otras brasas, donde duermen los enfermos agitándose , para no ver la amplitud que crece más allá, o las mareas de sueños perturbados, como pinceladas de amarillo, como muertes silenciadas en medio de la orquesta, en el batifondo de los cornos, en el empastillamiento de la lengua, la rebeldía de todas las pesadillas de tu vientre que va creciendo, salomónico, azulado y se disuelve en las gramáticas profundas del deseo. En una esquiva triangulación de sacudidos desencuentros, tu rostro, como cualquier otro, turbándose en el piélago profundo de sus plumajes vencidos como cisnes que recorren otros paisajes, como la bicicleta en los parques donde crecen amplios lo cielos azules muestra tu locura un jardín indiviso para andar en pelota con quien quieras que vayas, la botinería de todos tus cementerios y tus campanarios, construyendo el dialogo profundo de la ausencia en las secuelas del virus, atrapado en sus sabañones por una perforada melancolía de lecturas aisladas , de soledades difusas.


 


 


 


 


 


 


 

La fuerza del tedio cuando en las hojas de la costumbre se amontonan los ambientes más calificados y es la vida una rosa mortífera que surge de los relojes del tiempo incubado, como en otras esperas, los ladrones de vísceras que van por las calles hundiendo sus cuchillos, otras mansiones de la secreta palabra, otras infamias e hipocresías para desnudar la quimera de los cadáveres en las salas suntuosas, porque hay en el aire un vapor de cielos encumbrados, como cielos lejanos cercados por canciones eternas en los panderos del diablo, en los silencios de la tierra cuando todo depende del olor de la salmonela o de la trinidad del fuego, en tus manos de magia, en tu música atravesada de licores y ungüentos porque todo sabe a cuerpo distante no hay mediación objetiva del discurso, se agolpa el molino sobre la muerte más rústica y hay ollas y muchas cerbatanas para hacer propaganda en todos los campos del misterio donde la escritura habla los tiempos, los cobayos, las mandrágoras para sitiar el plato de frutillas en un único deseo, como la tesitura del chiflete rojizo en tu bandera soviética que sabe a desgarrón de puerto, que sabe a fuerza de obrero en sus hombros bruñidos y olvidados, en su bolsa de cal y cemento, en su ringlete, en su escuadra tomando los vientos, construyendo en los ángulos los ataúdes nuevos .


 


 


 

Comments