Para comulgar con los muertos

Aprendí el idioma en medio de la muerte y las palabras rasgadas se ocultaban en mi interior, como en un desierto o en una amplia ceguera para no dar nombres a las cosas, para distanciarme de ellas como de los personajes sombríos que apenas intentaban comunicarme algo sobre sus mundos. Las primeras pruebas nacieron torcidas, tal como nació la escritura mas tarde. Mi madre había muerto dentro de mi lenguaje y no había forma de sacar su cadáver en medio de los sentimientos confusos, los temores y las palabras fracturadas.

El silencio comenzaba a surgir como un tumor maligno que no dejaba pensar ni acomodar las cosas en su lugar, el caos se abría paso como una identidad reconocida en el cuerpo. El universo cubría una pregunta sin respuestas. Todas las palabras eran ajenas, no había palabras propias.

Las palabras van recorriendo sus espacios, a la locura siempre le hace falta el lenguaje, no tiene dialogo posible, se inscribe en el aislamiento del mutismo y el mundo secreto, la fantasía acallada.

Sin espíritu crítico la libertad es un caos.

Había vaciado de contenido la locura de mi madre y me había precipitado en mi propia locura. Sin amor nada podía aprenderse.

La costumbre se posaba como el polvo sobre los días, la tristeza se acumulaba como la hojarasca.

La medicina llegaba cuando todo había sido destruido por los enfermeros de turno. Un mundo fragmentado entre tantos otros mundos. Pedazos que oscilaban como miembros amputados, como silencios o palabras fragmentadas.

Me vuelvo sobre mí mismo como en un baile de disfraces, parodiando y gesticulando. Y no salgo de mí. Por eso leo otros libros donde hay mares y arboledas y mucho colorido y barcas y puentes. Los libros me hacen reconocer mundos bizarros. La estética de la vida se guarda en un libro de aventuras. Pero mientras el capitalismo se desenvuelve en el movimiento dinámico yo me quedo quieto, yo no dejo de observarme.

Y cae la moneda y lo pierdo todo en el supermercado. Y mi madre renace en una lata de arvejas y se cocinan los postillones con queso de cerdo sin dar demasiadas explicaciones, sin hacer negocios el mundo se va al mismísimo carajo.

Cuando el silencio es un obstáculo que te separa de los otros, cuando muerdes en la variedad del cuento y te sumerges perdido en el mundo de la literatura se abre la mujer como un abanico y sueñas con ella todo el santo día y haces de la noche amargura y tensas la caña mientras pestañeas con todas tus alforjas llenas de dinero y tu crianza y tu duelo, tu eterno duelo, para que te lleven muy lejos. Y juegas en los precipicios del barro y te quedas amoratado y traslúcido, sin quejas, con una profunda pena de infancia sometiéndote, que es lo único que te cabe.

La travesía por el barro a navegar con un tres caballos por curvas pronunciadas y campos de girasoles; la destreza de manejar un auto con los riñones bien puestos, jugando a las corridas, tallando épocas en la memoria, como poemas sinuosos y vencidos; poemas temidos que saben a camino y búsqueda pero para qué, si te olvidaste de Cortázar, si dejaste las abejas, si te acobardaste con la miel, sino lo pudiste insultar a tu tío cuando se lo merecía, con esas ganas que tenías de zamarrearlo y de devolverle su paliza, su manera de ser, esa peste tuberculosa que tenían todos encima, ese adorar el dinero mas que a cualquier otra cosa, para hablar de los labios, las manos en la boca y la sordera, el mudo.

Pero mi familia no estaba hecha del silencio de la muerte. Ellos llevaban un silencio apretado y económico en cuyas fauces dormitaban las palabras más ligeras y salían a la superficie como expulsadas por un escarbadientes. Y yo los juzgo y en mi interior ya no se debaten las olas, ahora que cecilia.

Ahora que mi hija, ahora que mercedes, ahora que cecilia.

Ahora que las palabras devienen horizonte, embarazo, mundo, forma. Ahora que el silencio ha trocado de sentido y se hace sentir ya no como vacío sino como voz.

SANTIAGO LINARI

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