Muñecos de la noche


El llano segrega sobre la cuna una viscosidad de tiempo, como una arruga de seda, como un estambre marchito.
Son silencios que se congregan sobre voces ocultas o ecos que perdurarán sobre los moldes de otras familias, con las manos llenas de harina y los huesos desechados para que siempre estalle en las cenizas la verdad. Hay en el campo un aire fugitivo de tarde curtida al sol, de siesta milenaria, con el color de los carbones y la presencia de mujeres y niños, donde falta el capitán con su osobuco y el cuento de sus trincheras. La casa tiene un aire de desconsuelo, de fría ausencia, donde todos dejan su pasado y su presente como un trasto viejo, recostado en los sillones, junto a la ventana de los sueños, donde duermen los muñecos. Y es de los muñecos de la casa que quiero hablar, de sus miradas frías, de sus vidas ajenas y apagadas que recobran fuerza con la noche para descubrir con sus almas el espíritu estrellado de la campiña.
Esos muñecos que en manos de Regina o Alejandra pasan a ser bastiones de esta maravillosa historia narrada por un loco.
Muñecos de trapo que a la vez traen en sus orígenes, colgados del perchero, los trajes de una realidad fantaseada, como si el amor fuera posible en un mundo de inundados y pobres.
Como si fuera posible el amor bajo el imperio de las lenguas mutiladas, de las manos asediadas por los golpes del mortero, de los indígenas que cocinan la papa al corazón de un fuego robusto, cargado de leños.
Los muñecos tienen esa palabra prestada que los convierte en humanos gracias a los sueños despiertos de los niños que se pasean entre las tolderías naufragando y sosteniendo la mirada entre los vértices y las enaguas o los tacos profundos, marmolados, cepillados de través como si fueran para la conquista del señor de los cigarros de oro. Y tienen la estampa viva del aire y el hambre, de sopas calientes que no alcanzan, de agua con porotos. Y sus cuerpos tampoco alcanzan a ser cuerpos. Les crece por dentro como una necesidad de apoyo, una necesidad de niño herido y domesticado. Sienten el aire del abandono en sus venas de peluche a expensas de los perros o los gatos. Y viven debatiéndose con los armamentos, las piedras, los personajes de la televisión y un mundo caprichoso que los deja de lado.
Así, los muñecos de la casa son un poco como sus dueños, los niños que viven de prestado y que llevan dentro algo del capitán y sus obsesiones. Llevan la temperatura del poder y el mando en un estado como latente, como de larva profunda que se va secando junto al calefactor.
En el futuro no serán grandes, serán desperdicio o acaso juguete roto de una infancia prohibida y acallada en algún hospital; compañía de alguna niña maleducada que aún no sabe cuales son las reglas del juego, no encuentra forma de trocar su tristeza con algo más que un mendrugo mojado en agua y las noches eternas del suero y los biorritmos de la danza coronaria con la temperatura por los cielos y los mechones de cabello recortado para mostrar a las mucamas de turno que llevan muñecos de lanolina, muñecos de cartón, muñecos de brujería, con alfileres clavados en los ojos, con perfumes de canela y tanta lluvia detrás de las ventanas y tanta prisión para el sufrimiento y así el muñeco es compañía, pedazo mudo de trapo y de congoja, la mantita que lo distrae del universo humano, como una cosa entre otras cosas pero con una vida prestada, malherida, muñeco de todas las lágrimas, de todas las soledades e incomprensiones, muñeco mas humano que un humano, muñeco para disolverse , para estrellarse con estrellas de papel en las paredes, para hablar con el idioma de los ventrílocuos y jugar a ser y estar del otro lado de la realidad de ser y estar la noche entera en vela, acompañando como un perro la vida que se escapa, la niña que se fuga hacia la muerte en un suspiro, como si tuviera las manos apretadas sobre el peluche y los ojos de vidrio y tanta pena como va trayendo la noche

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